martes, 14 de enero de 2025

Algunos días

Hay días en los que, lo mires por donde lo mires, el mundo se siente un lugar hostil.


Muchas veces, de repente, alguien acepta el peso de la humanidad en los hombros, se hace consciente de la miseria y la imposibilidad de sobrellevar ese peso y aún y todo es capaz de seguir adelante. Sin embargo, del mismo modo, hay días en los que alguien, sin ningún motivo aparente, se despierta fantaseando con tener una enfermedad terminal que le haga el trabajo y le aleje del escarnio social del suicidio. Que disfrace su marcha con esa pátina heroica de mártir bendito que impregna a un fallecimiento por cáncer o un tumor cerebral, benigno pero inoperable, que acaba por exprimir sus sesos licuados por la nariz. Aunque biológicamente imposible, resulta casi satisfactorio visualizar cómo ese kilo y medio de materia blanda que le ha hecho ser quien es, con sus alegrías y sus desesperanzas; esa divertida estupidez con la que fue agraciado; o esa supuesta inteligencia con la que fue desgraciado, en definitiva su yo, acaba por reducirse a algo tan patético y antitético como un zumo de materia gris color rojo. Gris, como ha sido su vida; de color vivo, como lo que ya no será.


Nuestra tragedia, al fin y al cabo, es la urgente necesidad de dar todo lo que tenemos por poder tener un poquito más. Y en ese querer un poquito más, cuando anhelas lo imposible o temes lo inevitable, pides o rezas. Como todo hijo de vecino, ateo, agnóstico o creyente acaba pidiendo o rezando porque sobreviva su padre enfermo grave o porque muera su padre enfermo terminal. Especulador de esperanza; generoso cuando hay, avaro cuando ya no queda. Pedimos o rezamos conscientes de que no habrá respuesta, porque cuando pedimos por los nuestros, ateos, agnósticos y creyentes, aunque inconscientes muchas veces, pienso que no le hablamos a ninguna deidad omnipresente, nos enseñamos a escucharnos a nosotros mismos. Creo que lo hacemos como si intuyéramos que debemos prepararnos para que ésta sea la única conversación que tengamos cuando seamos nosotros los que estemos exhalando el último aliento. Cuando contemos con la única compañía de nuestros estertores y nuestro rítmico hálito, para toda la eternidad o para el nunca jamás, independientemente de que hayamos sido personas de Dios o pecadores terrenales.


Hay días en los que, lo mires por donde lo mires, el mundo se siente un lugar hostil.

sábado, 7 de diciembre de 2024

Las culpas huérfanas

Hasta donde alcanza mi memoria, siempre he tenido serios problemas para aceptar la injusticia. Desagraciadamente, si algo tiene de característico la injusticia, como la ciencia, es que le da igual lo que tú creas o aceptes porque simplemente es verdad. Si lo piensas, no aceptar la injusticia roza el oxímoron, porque cualquier injusticia que pueda ser resarcida dejaría de serlo potencialmente de facto, pues pasaría a ser justa por subsanación; Y, sin embargo, eso no la hace menos frustrante. Hay heridas que no sanan y culpas injustas que se niegan a abandonarte, como los pelos intercalados entre las fibras de tu ropa después de un corte de pelo;  invisibles desde lejos, pero incómodos en la piel que los acoge cuando se ensartan en sus poros, como tratando de volver al cuerpo al que ya no pertenecen pero los vio crecer. 

Creo que, dentro de las diversas culpas que podemos llegar a sentir, la culpa huérfana es, con diferencia, la peor de todas. Esa culpa de la que sabes que ni tú ni nadie es responsable pero que adoptas porque, a priori, resulta más fácil que aceptar que las cosas pasan porque sí, sin opción a depurar responsabilidades. Es más fácil asumir que tú eres responsable de algo que aceptar la aleatoriedad de la tragedia. Buscar respuestas se convierte en la fábula del burro tras la zanahoria pero sin zanahoria; absurdo e irresoluble. Adoptar esta culpa huérfana hipoteca tu vida con intereses de olor a deuda eterna, te convierte en familiar de la duda y prestatario de la insuficiencia.  La culpa se instala y se arraiga, no cumple mayoría de edad ni se emancipa, porque el remordimiento no conjuga futuro. Conduce tu vida cambiándole el sentido, de forma que tu futuro natural te sorprende mientras miras al pasado y viceversa, sin más tiempo de reacción que aquel que apenas permite que tu presente sea giro y voltereta. Vive el presente, dicen, pero saborearlo es arcada porque navegas en mar revuelta como tu estómago: inestable, inalcanzable y vertiginoso. La nostalgia y el miedo aprietan tanto que entre los dos sólo cabe ansiedad. 

De esta forma, no puedes más que sentirte culpable por este juego de cara o cruz, donde te demuestras tremendamente incapaz para la vida y sobradamente capaz para la supervivencia, mientras otros, a los que consideras mas válidos y merecedores, obtuvieron la cara contraria de la moneda que tú no has lanzado. Quieres ver a Dios morir igual de solo que lo hacemos los humanos, reiniciar la existencia, aún a sabiendas de que es tan imposible para todos como innegociable para ti. 

Como de costumbre, he buscado un cierre optimista para esta reflexión, sin embargo, no puedes decirle a nadie lo que nadie sabe y, a día de hoy, no soy capaz de encontrarlo. Lamentablemente, aunque también eso me resulte tremendamente injusto y frustrante, solo atisbo cierto consuelo y aceptación en esa frase de la maravillosa película Donnie Darko que, aunque racionalmente no comparto, dice: “Supongo que hay personas que nacen con la tragedia en la sangre”.

martes, 15 de octubre de 2024

Una cárcel perfecta

Cuando comencé terapia, hace algo más de un año, lo primero que me explotó la cabeza fue descubrir que, al parecer, soy perfeccionista. Hasta hace poco pensaba que era imposible que una persona como yo lo fuera, ya que bajo mi punto de vista soy, en el mejor de los casos, una persona mediocre. A día de hoy comprendo que la mediocridad puede ser tan perfecta como inalcanzables sean tus expectativas y subjetiva sea tu manera de evaluarla. A pesar de ello, la manera de valorarme a mí mismo sigue siendo binaria, como un interruptor; encendido o apagado, perfecto o insuficiente; sin término medio. De ahí mi concepción del perfeccionismo y de pensar que esa no es mi condición. ¿Cómo va a ser perfeccionista alguien que hace tantas cosas mal? 

Si hay algo en mí que no es como creo que debería, automáticamente nada lo es, porque no hay lugar a fallo, tiendo a sentir que cualquier error o acción por debajo del estándar inalcanzable me invalida como persona y acabará siendo motivo de que se me vean las costuras, de que descubran al impostor, la persona estúpida detrás de ese personaje que yo he creado pero que, paradójicamente, es capaz de hacer creer al resto que un imbécil como yo puede ser inteligente, amable o atractivo. No ser capaz de abarcar el todo me solía llevar a concluir que no tengo nada que ofrecer. Así pues, dentro de esta cárcel de autoexigencia, he solido sentir una seguridad liberadora en dejar que otros decidan por mí o su variante más retorcida de acabar decidiendo lo que asumo que ellos querrían que hiciera. Aunque de manera efímera, me liberaba de la responsabilidad del error, de sentir el peso del juicio sobre mi decisión y de pensar en las consecuencias, siempre catastróficas, que tendría ésta para mí y para los demás. Me descargaba, aunque solo fuera por un instante, de la vergüenza y de la culpa, mis compañeras de viaje indeseadas e indisolubles. Aún hoy, encuentro una fuerza reconfortante en complacer a los demás porque me hace sentir que soy algo para alguien, en contraposición con complacerme a mi mismo, que hace que sienta que soy todo para nadie. En resumen, llevo toda la vida esforzándome por ser tan compasivo con otros como intransigente he sido conmigo mismo, sintiendo que debo elegir irremediablemente entre ser solitario o sentirme solo.

Supongo que, como todo hijo de vecino, quiero que me quieran, quiero que piensen en mí, quiero ser parte de la parte buena de la vida de los que me conocen, memorable o, mejor aún,  imprescindible. Además, pretendo que esta percepción me valide, porque yo no puedo. Sin embargo, contradictoriamente, soy incapaz de encajar un halago sin incomodarme porque, a menudo, debo hacer ímprobos esfuerzos para creer que alguien es capaz de ver realmente algo destacable en mí. Como diría una buena amiga, no hay manera de que acepte un cumplido sin poner cara de póker mientras cambio rápidamente de tema.  Siempre hay un pero, una excusa para inferir que el halago solo es indulgencia o, en el mejor de los casos, compasión. Supongo que eso es también el perfeccionismo, esconder tu vulnerabilidad a toda costa, no dejarte ver porque, si no te conocen, aquello que se oculta a la vista  siempre podría ser perfecto y te permite, a su vez, seguir sin creer nada bueno que digan o piensen de ti con la excusa de que nunca te llegaron a conocer. Enrevesado, lo sé.

Esto hace que cada vez que navego en mi cabeza me sienta en la película Origen de Nolan, sin saber si este es el último nivel o solo es una quimera dentro de otra generada por mi subconsciente sobrepensante. Una vez más, todo vuelve a reducirse a expectativas y estadística, incluso para mí mismo: si nunca alcanzo a saber quién soy realmente, siempre existirá esa probabilidad de que sea la persona que me gustaría ser, perfecta e inmaculada. Una suerte de persona-gato de Schrödinger; mientras no abra la caja, cuanticamente, seguiré siendo bueno y malo, pero cuando ésta esté abierta sabré si la realidad es todo lo que me gustaría o lo contrario; y a mí me aterra abrir esa caja porque, mientras permanezca cerrada, yo podré seguir fantaseando con que estoy a la altura de mis expectativas, ajeno a ese oscuro pasajero que siempre está ahí para sugerirme que me equivoco. 

Creo que, a fin de cuentas, solo quiero confiar en alguien que me perciba y me haga sentir tan perfecto como necesito ser. Tan simple y tan difícil. Sin palabras pero con actos. Tal vez así seré libre de una vez por todas. Tal vez así encuentre la llave perfecta para la perfecta cárcel que perfectamente he perfeccionado durante 40 años. 

Quiero creer que ese alguien puedo ser yo.

viernes, 29 de marzo de 2019

Y no pasará nada


De un tiempo a esta parte, especialmente en el mundillo StartUp en el que me toca moverme, no paro de oír mensajes súper positivistas acerca de la cultura del esfuerzo y la autosuperación. Y, la verdad, no puedo estar más en desacuerdo con la mayoría de ellos. No me gustan. Principalmente porque, una vez rascas un poco y vas más allá del cliché, descubres que no es que estén vacíos, ojalá, es que son dañinos. No son reales. Responden a un anhelo y no a una realidad y, cuando vendes una fantasía como un objetivo de vida solo generas, casualmente, todas las frustraciones y sentimientos encontrados que el propio mensaje inicial demoniza. Demonizan el ego. Demonizan el apego o el simple hecho de claudicar. De decir hasta aquí hemos llegado. De asumir el fracaso sin condiciones. De sacar la bandera blanca, doblar la servilleta o aceptar que tu gran sueño ya huele a tierra húmeda y gusanos. A veces es más importante saber rendirse que luchar. El fracaso es una opción tan válida como el éxito. Más amarga, pero válida. Peor, pero válida. Sí, es peor, déjate de mierdas, porque no pasa nada. A veces no todo sale bien. No dejes que estos mensajes te responsabilicen de todos tus fracasos, ni te hagan creer que si no triunfas en tu vida o con tu empresa es porque no eres suficientemente bueno o, peor aún, podrías serlo pero no has te has esforzado lo suficiente. No tenemos una misión que cumplir y nuestro éxito o fracaso no siempre depende de nosotros. No de todo se aprende y no hay que sacar la parte positiva de todo; porque no todo la tiene. 


Vas a morir. Tu familia va a morir. Vas a tener cáncer y tu pareja va a dejarte. No hay nada de positivo en esto; Y no pasa nada. Así es la vida. Tienes todo el derecho a luchar por tus sueños, pero no tienes el deber de luchar por ellos. No eres más héroe por haber superado un cáncer, o porque te hayan amputado una puta pierna y hayas ganado unas Olimpiadas después. No hay mérito en vivir. Métetelo en la cabeza. No vas a ser feliz. No todo el rato. No todo el tiempo; y no pasa nada. Va a haber días en los que tu sábana sea plomo y sea imposible levantarse de la cama y desearas pulsar el "off" en tu cerebro; y no pasa nada. Vas a llorar por tus muertos, vas a superarlo o no; y no pasa nada. Es la naturaleza. Es así. No todo se puede. No todos podemos. Yo creía que iba a jugar en la NBA hasta que cumplí los 16 años aproximadamente. Mido 1,68 y me amputaron una pierna con 4 años. Ahora lo único que creo es que solo era un poco menos gilipollas que el gilipollas que se atrevía a decirme "si quieres, puedes". No puedo. Es así. Me jode, pero no pasa nada. Hay gente más guapa, más alta, con más talento, más inteligente y más feliz que yo. No todo puede ni debe ser perfección y complacencia. La frustración existe y es buena. Hay que sentir dolor.


El pensamiento negativo es necesario. Sin el pensamiento negativo estaríamos extintos. El positivismo absurdo actual es peligroso. Es como volarte un ojo y ¡estar feliz porque te quedan otros dos te queda otro! Eres un puto tuerto. ¿Es una putada? Sí, pero no pasa nada porque así es la vida y toca vivirla. Así que llora, ríe, llora más y lucha solo si quieres, aunque no lo consigas. Porque puede que así seas feliz la mayor parte del tiempo y, aún así, tampoco pasará nada.

lunes, 1 de enero de 2018

El Enemigo en Casa

Me fascina cómo las personas gestionamos de manera distinta los conflictos. Siempre he pensado que la forma en la que los afrontamos destila la esencia de quiénes somos directamente de nuestras entrañas, de nuestro cerebro reptiliano. 

Curiosamente, del mismo modo que cada persona diverge en infinitos matices de cualquier otra en este contexto, todos y cada uno de nosotr@s convergemos en un mismo rasgo cuando hablamos de conflictos internos: nuestro cerebro siempre tiende a darnos la razón. En un entorno inhumano, de hiperestimulación y crispación continuada, nuestro "centro de control", como poseído por las mismísimas leyes de la termodinámica, tiende al equilibrio, al estado estacionario, al siempre acogedor paraguas de la comodidad de la zona de confort. El cerebro es un cúmulo de procesos con un único fin que dista mucho de ser el conocimiento o la revelación de la verdad; su objetivo no es otro que su supervivencia. Todos sabemos que esto es una realidad probada empíricamente porque todos conocemos a alguien que "tiene el combustible justo para pasar el día",  "se sacó el dni a la tercera", "sigue vivo porque respirar es automático" o como queráis llamarlo. Sí, exactamente, ellos son la prueba.

Este mecanismo es de gran utilidad para procesos traumáticos nos ayuda a seguir hacia adelante en muchas situaciones, pero de forma análoga nos acerca peligrosamente a una falta de evolución y, en determinados casos, a episodios autodestructivos. Éstos son ejecutados por nuestro "piloto automático" en segundo plano, mientras no hay nadie a los mandos ahí arriba. Si bien nos evita horas interminables de flagelarnos por nuestras malas decisiones o innumerables defectos, en muchas ocasiones nos priva de ser sinceros con nosotr@s mism@s, afrontar nuestros miedos y limitaciones, inhibiendo nuestro crecimiento personal. Este hecho es de especial relevancia cuando enquista nuestros miedos y enraíza nuestros complejos en lo más profundo de nuestro funcionamiento cotidiano. Como un saboteador en tu psique, un pasajero indeseado que desorienta tu brújula interior y desvía tu destino. De este modo, no es extraño que tomemos malas decisiones de forma habitual, convenciéndonos de que es exactamente lo que queremos, con el único fin de sufrir el castigo de las consecuencias asociadas a nuestra supuesta voluntad porque, inconscientemente, creemos que no somos suficientemente buen@s para ser felices. Que nos merecemos sufrir porque, hagamos lo que hagamos, estamos condenad@s a equivocarnos.

Revélate mil veces contra el mundo. Pero nunca antes de revelarte  una y mil veces contra ti mism@. Porque si algo me ha enseñado la vida es que, aunque sea más difícil, es mejor aceptarse que ignorarse a un@ mism@. Es mejor desengañarte y que te obligues a perdonarte, que dejar pasar y olvidar que has errado. Es mejor quemarte y sanar, que pasarte la vida temiendo a las cenizas. Desactiva el piloto automático de forma consciente y asume quién eres, dejándole actuar tan sólo cuando sea estrictamente necesario, porque, si tú no decides por ti, será otro el que decida y  por muy confiable y familiar que sea, el que tome la decisión final no dejará de ser el enemigo en casa.










jueves, 23 de junio de 2016

Abstracto e Inefable

Los conceptos abstractos se desvirtúan cuando los defines. Eres feliz hasta que te explican lo que es serlo porque al hacerlo prostituyen el significado último de tu felicidad. El sin sentido de la descriptiva de lo inefable. Ya nunca volverás a ser feliz. No de la misma manera, al menos, porque se han delimitado fronteras que antes desconocías. Sería el equivalente a meter un cubo en el océano para, acto seguido, convencerte a ti mismo y a todos los que te rodean de que el contenido de tu cubo es el atlántico; asumir la parte por el todo. 


Lo mismo pasa con las personas; a las que más quieres es a las que no sabes por qué. Las más indefinidas, las que aunque sea de una manera familiar no dejan de sorprenderte. Y es que el amor, como la felicidad o la tristeza, nace del caos. De las entrañas del sinsaber, de la parte más oscura a la que el raciocinio deja siempre en una velada penumbra. ¿Que por qué te quiero? Porque aunque solo encontrara razones para no hacerlo, las casualidades que no existen para que así sea son y serán más de peso que cualquier plomo racional que imponga deliberadamente para compensar la balanza de la lógica. Es paradójico que la palabra querer en sus acepciones implique voluntad. A  mi me suele gustar más pensar que, realmente, significa todo lo contrario: no poder evitarlo. Lo más parecido al destino con lo que vamos a encontrarnos nunca. Querer, como verbo de la inevitabilidad de que se te difundan los deseos. De que sublime la lujuria porque trascienda de la carne, mientras el tiempo condensa el éter de las pasiones, como los cristales fríos el vaho de tus suspiros; la humedad de tus jadeos. 

Así las cosas, necesito mariposas y renovar mis votos a diario. Desapolillar ese ya añejo "en lo bueno y en lo malo" de nuestros padres y abuelos, para cambiarlo por la única promesa a la que puedo comprometerme: "cuando me folles o cuando me falles".  Sincero y realista. Todo, para reinventarme cada día cuando choquen nuestros iris. Para bailar hasta el amanecer con la poesía de un cuerpo quieto. Envejecer mientras anochece, jugando como un niño.

Ignorar. Desconocer y confiar, al fin y al cabo. O Saber. Sí, saber. Pero hacerlo a ciencia cierta de que, con toda certeza, sabré que nunca llegaré a saber gran cosa. No tomarme la libertad de nada, porque tomarla supondría desnaturalizarla en sí misma.



martes, 31 de mayo de 2016

¿Aún Somos Humanos?

Ayer me despertaba con un titular que se hacía eco de la negativa de un pueblo suizo a acoger a 10 refugiados, a costa de hacer frente a una multa de más de 260.000€. Ahondando un poco más en el meollo de la cuestión, me encontraba con que se trata de una población de algo más de 2000 habitantes en la que entorno a 300 personas son multimillonarias. La argumentación de uno de sus vecinos para justificar esta negativa se basaba en que "habían trabajado duro para conseguir ese pueblo encantador y que no querían que se estropeara" para, finalmente, sentenciar que "los refugiados no tenían cabida allí". No tenían cabida. Podría llegar a entender esta frase en el contexto de una comunidad esquilmada por la coyuntura económica, en la que a duras penas los habitantes de la población les alcanzara para comer y sus recursos se redujeran por momentos. Pero no olvidemos que hablamos de una comunidad en la que más del 10% de sus habitantes son ricos. Casualmente, suelen ser las poblaciones con menos recursos las más dadas a la solidaridad, mientras los ciudadanos más acaudalados, empachados de su propia opulencia, reaccionan como si a un pastor se le propusiera introducir cuatro o cinco lobos en su rebaño. No tienen cabida.

Siento entre vergüenza y repugnancia de la situación actual. No deja de ser paradójico que la maquinaria del capital, sin consentimiento de los ciudadanos, no tenga problema en ponerse de acuerdo a la apertura global del libre mercado, bajo las siglas TTIP; y que el paradigma del capitalismo, perfectamente representado por habitantes de "pueblos encantadores" como Oberwill-Lieli, que así se llama el pueblo Suizo en cuestión, sin embargo sea incapaz de mostrar la misma flexibilidad y predisposición a la apertura de de puertas para gente que huye de una barbarie como la de los refugiados, provenientes de distintos países sumergidos en trágicos conflictos armados. A fin de cuentas, nuestras fronteras se convierten en un deleznable detector de metales preciosos que abre sus puertas sólo cuando hay lustre en los bolsillos; y se cierra de par en par cuando el horror y el genocidio tizna a bocajarro las entrañas. Nuestra sociedad se muere poco a poco en una bella cama de oro y diamantes.

Hablamos de crisis económica, de la crisis de los refugiados, pero este es un problema que va más allá del mercado o de la política. La RAE define la palabra humanidad en su quinta acepción como la "Sensibilidad, compasión de las desgracias de otras personas". Hace tiempo que es más que difícil encontrar algo así en los humanos. Mi pregunta es: si no somos capaces de sostener el significado que nosotros mismos hemos atribuido a nuestra especie ¿En qué demonios nos estamos convirtiendo?


Nuestra crisis es moral, de identidad y no se arregla legislando o multando; se arregla educando y concienciando; se arregla dejando que la indignación grite, por encima del ruido de fondo que nosotros mismos estamos generando para no escuchar a un corazón que, contra natura, nos pide que empecemos a usar el cerebro;  a ponernos todos los días y todos y cada uno de nosotros delante del espejo y preguntarnos: ¿Aún somos humanos? Puede que la sinceridad nos sorprenda con una respuesta inesperada...