miércoles, 20 de noviembre de 2013

De héroes y villanos

Llega un día en el que lo piensas y, simplemente, pasa. Supongo que es un proceso paulatino pero te das cuenta de repente, como cuando te cortas y no eres consciente del dolor hasta que ves la sangre abrirse paso a traves de la piel. Eso es exactamente lo que sucede en este caso. A partir de ese momento empiezas a ver detalles que antes no veías, primero pequeños y luego enormes, que finalmente te llevan a la irremediable conclusión de que has estado equivocado durante gran parte de tu vida.  Son humanos, tan vulnerables y omni-impotentes como tú. El día en el que sucede podría ser un día cualquiera pero, con la perspectiva del tiempo, te das cuenta de que hay un antes y un después. Empiezas a valorar cada consecuencia de forma distinta, te reafirmas como individuo independiente y asumes que tus fallos son un calco en papel cebolla de los errores que proyectaron en ti porque, desde ese día, te das cuenta, por fin, de que tus PADRES no son superhéroes. Haces un repaso de lo que te han enseñado y empiezas a darte cuenta de que lo que antes fue un dogma, ahora acepta crítica y es cuestionable. Fallan y han fallado cientos de veces. Incluso te das cuenta de los aspectos en los que eres objetivamente mejor o de qué decisión (más acertada) hubieses tomado tú en su misma situación. Todo se entremezcla en ese extraño crisol de sensaciones que contiene a partes iguales decepción, desamparo y metáfora tras sentir que, finalmente, has matado el símbolo divino de lo que para ti era un padre. Freud sonríe mientras le comen los gusanos.

La cuestión es que, tras esta explosión inicial de pensamiento más o menos lógico, le sigue otra mucho más gráfica, inexplicable y visceral. Sale de dentro y no se rumia. Se llora. Como una escena imaginada en la mente de los hermanos Wachoski, el corazón conecta vía bluetooth con tu cerebro y, en el transcurrir de un segundo, se cargan en la retina cientos de diapositivas directas del alma: Mi padre saliendo de la fábrica del turno de noche y entrando a trabajar en su segundo trabajo junto a mi madre a primera hora de la mañana. Ese año tuve el regalo de navidad que tanto quería, no me acuerdo de cual y no me importa. Mis padres dándome la mano justo antes de entrar en quirófano y dándome la mano al despertarme de la anestesia como si hubiesen pasado las tres o cuatro horas en la sala de operaciones conmigo. Siete veces durante nueve años. Mis padres brindando con Champagne a las diez de la mañana un día entre semana tras saber que la osteogénesis, por fin, había tenido lugar en el injerto de fémur de su hijo. Que la primera no cuajara fue una decepción que nunca me dejaron ver como tal. Les veo con el alma en el suelo mientras me escuchan gritar cuando me drenan con una jeringuilla, directamente desde la herida abierta recién suturada, el pus de la infección de dos de los veintisiete puntos que hoy sólo son una cicatriz. Veo sus lágrimas en el tanatorio y sus sonrisas media hora después conmigo en casa, muriéndose por dentro y reviviéndome por fuera. Un segundo, una vida. Y así hasta el infinito.

Y pienso que hace un minuto estaba vanagloriándome de hasta qué punto yo sería capaz de hacer las cosas mejor, vistiéndome con mi recién estrenado traje de persona adulta y madura, ajeno a mi condición de triste calco en papel cebolla que empieza a mostrar atisbos de abandonar su translúcida vida, para tomar una forma consistente que valga de modelo del que partir. Todo ello sin caer en la cuenta de quiénes fueron el grafito que trazó mis rasgos. Yo, químico y empírico, creyendo que una teoría describe la realidad que ellos no han sido capaces de ver. Yo, perdiendo el tiempo idealizando realidades mientras ellos creaban realidad de las ideas. Mientras improvisaban su vida, han sido capaces de enseñarme a vivir la mía. Es más de lo que yo puedo decir que haya hecho y, posiblemente, vaya a hacer por alguien nunca.


En este preciso instante no puedo evitar sentirme el villano de la historia, por cuestionar, aunque sólo sea por un instante, el hecho de que mis padre son, a todas luces, los héroes de la trama principal de la historia de mi vida.