jueves, 23 de junio de 2016

Abstracto e Inefable

Los conceptos abstractos se desvirtúan cuando los defines. Eres feliz hasta que te explican lo que es serlo porque al hacerlo prostituyen el significado último de tu felicidad. El sin sentido de la descriptiva de lo inefable. Ya nunca volverás a ser feliz. No de la misma manera, al menos, porque se han delimitado fronteras que antes desconocías. Sería el equivalente a meter un cubo en el océano para, acto seguido, convencerte a ti mismo y a todos los que te rodean de que el contenido de tu cubo es el atlántico; asumir la parte por el todo. 


Lo mismo pasa con las personas; a las que más quieres es a las que no sabes por qué. Las más indefinidas, las que aunque sea de una manera familiar no dejan de sorprenderte. Y es que el amor, como la felicidad o la tristeza, nace del caos. De las entrañas del sinsaber, de la parte más oscura a la que el raciocinio deja siempre en una velada penumbra. ¿Que por qué te quiero? Porque aunque solo encontrara razones para no hacerlo, las casualidades que no existen para que así sea son y serán más de peso que cualquier plomo racional que imponga deliberadamente para compensar la balanza de la lógica. Es paradójico que la palabra querer en sus acepciones implique voluntad. A  mi me suele gustar más pensar que, realmente, significa todo lo contrario: no poder evitarlo. Lo más parecido al destino con lo que vamos a encontrarnos nunca. Querer, como verbo de la inevitabilidad de que se te difundan los deseos. De que sublime la lujuria porque trascienda de la carne, mientras el tiempo condensa el éter de las pasiones, como los cristales fríos el vaho de tus suspiros; la humedad de tus jadeos. 

Así las cosas, necesito mariposas y renovar mis votos a diario. Desapolillar ese ya añejo "en lo bueno y en lo malo" de nuestros padres y abuelos, para cambiarlo por la única promesa a la que puedo comprometerme: "cuando me folles o cuando me falles".  Sincero y realista. Todo, para reinventarme cada día cuando choquen nuestros iris. Para bailar hasta el amanecer con la poesía de un cuerpo quieto. Envejecer mientras anochece, jugando como un niño.

Ignorar. Desconocer y confiar, al fin y al cabo. O Saber. Sí, saber. Pero hacerlo a ciencia cierta de que, con toda certeza, sabré que nunca llegaré a saber gran cosa. No tomarme la libertad de nada, porque tomarla supondría desnaturalizarla en sí misma.



martes, 31 de mayo de 2016

¿Aún Somos Humanos?

Ayer me despertaba con un titular que se hacía eco de la negativa de un pueblo suizo a acoger a 10 refugiados, a costa de hacer frente a una multa de más de 260.000€. Ahondando un poco más en el meollo de la cuestión, me encontraba con que se trata de una población de algo más de 2000 habitantes en la que entorno a 300 personas son multimillonarias. La argumentación de uno de sus vecinos para justificar esta negativa se basaba en que "habían trabajado duro para conseguir ese pueblo encantador y que no querían que se estropeara" para, finalmente, sentenciar que "los refugiados no tenían cabida allí". No tenían cabida. Podría llegar a entender esta frase en el contexto de una comunidad esquilmada por la coyuntura económica, en la que a duras penas los habitantes de la población les alcanzara para comer y sus recursos se redujeran por momentos. Pero no olvidemos que hablamos de una comunidad en la que más del 10% de sus habitantes son ricos. Casualmente, suelen ser las poblaciones con menos recursos las más dadas a la solidaridad, mientras los ciudadanos más acaudalados, empachados de su propia opulencia, reaccionan como si a un pastor se le propusiera introducir cuatro o cinco lobos en su rebaño. No tienen cabida.

Siento entre vergüenza y repugnancia de la situación actual. No deja de ser paradójico que la maquinaria del capital, sin consentimiento de los ciudadanos, no tenga problema en ponerse de acuerdo a la apertura global del libre mercado, bajo las siglas TTIP; y que el paradigma del capitalismo, perfectamente representado por habitantes de "pueblos encantadores" como Oberwill-Lieli, que así se llama el pueblo Suizo en cuestión, sin embargo sea incapaz de mostrar la misma flexibilidad y predisposición a la apertura de de puertas para gente que huye de una barbarie como la de los refugiados, provenientes de distintos países sumergidos en trágicos conflictos armados. A fin de cuentas, nuestras fronteras se convierten en un deleznable detector de metales preciosos que abre sus puertas sólo cuando hay lustre en los bolsillos; y se cierra de par en par cuando el horror y el genocidio tizna a bocajarro las entrañas. Nuestra sociedad se muere poco a poco en una bella cama de oro y diamantes.

Hablamos de crisis económica, de la crisis de los refugiados, pero este es un problema que va más allá del mercado o de la política. La RAE define la palabra humanidad en su quinta acepción como la "Sensibilidad, compasión de las desgracias de otras personas". Hace tiempo que es más que difícil encontrar algo así en los humanos. Mi pregunta es: si no somos capaces de sostener el significado que nosotros mismos hemos atribuido a nuestra especie ¿En qué demonios nos estamos convirtiendo?


Nuestra crisis es moral, de identidad y no se arregla legislando o multando; se arregla educando y concienciando; se arregla dejando que la indignación grite, por encima del ruido de fondo que nosotros mismos estamos generando para no escuchar a un corazón que, contra natura, nos pide que empecemos a usar el cerebro;  a ponernos todos los días y todos y cada uno de nosotros delante del espejo y preguntarnos: ¿Aún somos humanos? Puede que la sinceridad nos sorprenda con una respuesta inesperada...

miércoles, 18 de mayo de 2016

Como un Soldado Soviético en Berlín

La mente humana es maravillosa. No deja de fascinarme como la naturaleza supera y superará una y otra vez cualquier logro tecnológico de la forma más sencilla; a fin de cuentas, una parte nunca podrá superar al todo y, por mucho que nos empeñemos, somos un producto más de ese maravillosos cúmulo de coincidencias aleatorias a lo largo de miles de años. 

Somos polvo de estrellas,somos instinto y, a fin de cuentas, somos equilibrio. Tendemos a igualar la balanza porque es nuestra única manera de encontrar paz y calma, dentro y fuera de nosotros mismos. Es por ello que existen tantas realidades como personas, ya que por mucho que solo exista una verdad, el simple hecho de ser observadores de la misma nos impide discernir cuál es su esencia; remítanse a Schrödinger o Einstein si hiciera falta. En este sentido, es curioso cómo nuestro cerebro  lidia con las incoherencias, cómo nuestro subconsciente es capaz de maximizar cualquier resquicio que nos acerque a nuestra tesis y minimizar cualquier evidencia que justifique la opinión diametralmente opuesta a la nuestra. De esta forma, vivimos en una constante lucha interna, incluso sin saberlo, cada decisión es una pequeña batalla entre el animal y el individuo; el ansia y la supervivencia de lo establecido; una suerte de escaramuza en pos de ganar la guerra que propicia un cambio. 

Pero somos polvo de estrellas, somos instinto y, a fin de cuentas, equilibrio. Queramos o no. En una vida de paz, la balanza se equilibra para evitar la incoherencia y nuestro subconsciente es un soldado soviético; nuestra cabeza, Berlín en Mayo del 45. 


viernes, 6 de mayo de 2016

Raíces para crecer y Alas para volar

Mi madre suele contar que de pequeño siempre decía que cuando creciera sería médico "para poder arreglarme a mi mismo y a gente como yo". Es algo de lo que tengo un vago recuerdo pero no tuvieron que pasar muchos años hasta que me quitara de la cabeza esta idea.

La cuestión es que desde que tengo uso  de razón he tenido la sensación de que debía hacer algo grande. Algo que tuviera un impacto positivo, si no a nivel global, al menos en la gente que me rodeaba y el ecosistema que compone lo que cada uno denominamos "nuestro mundo".Supongo que este hecho me llevó a estudiar química y querer dedicarme a la investigación. Del mismo modo que, en su momento, me llevó a ser partícipe del mundillo musical en Euskadi y tratar de tener un altavoz con el que poder remover aunque sólo fuera una conciencia. Todavía hoy, compongo y grabo algún que otro tema, pero para mi y cuatro gatos más a los que crea que pueda interesarles. 

Finalmente, acabé llegando a la conclusión de que mis esfuerzos eran más útiles en otro ámbito y tomé la decisión de tratar de cambiar el mundo a través de la investigación. Mi intención era asegurarme de que cuando me fuera de este pequeño trozo de tierra y agua pérdida en un universo infinito, lo dejaría mínimamente mejor de lo que me lo encontré. Siempre me ha fascinado la capacidad de invención del ser humano, la habilidad de recorrer el difícil camino que te conduce de creer a crear. En mi opinión es uno de los pocos rasgos distintivos de nuestra especie que aún me hace creer en que no merece la pena que de una vez por todas nos extingamos. Creo firmemente en la ciencia como medio para un bienestar global. En una investigación y desarrollo sostenible, ética y justa; como un túnel que nos permita atravesar el éter de las ideas y arrancar nuestras ensoñaciones de su letargo para plantarlas en firme en la tierra. Un medio para acabar con las desigualdades que, instaurado en una sociedad basada en el respeto y la educación, nos permitirá avanzar un paso más en nuestra evolución como especie y nos reconcilie con un planeta y una sociedad de los que acabaremos por divorciarnos si no lo remediamos cuanto antes.


Es una filosofía curiosa y una profesión que no deja de ser paradójica para un realista como yo, que muchas veces he coqueteado con el pesimismo puro y duro. He vivido siempre en una lucha continua contra mi naturaleza. Basado en mis raíces firmes que me atan al suelo, pero en un eterno despegue por las alas que me empeño en desplegar a diario con el fin de volar hacia algo más. Siempre hay algo más allá que me atrae como a un insecto la luz. Soy un soñador insomne. Un oxímoron en si mismo. No hay nada imposible de conseguir si eres capaz de soñarlo, simplemente es que aún no hemos descubierto cómo. Con treinta y dos años ya tengo claro que para eso estoy aquí; Para borrar las líneas que separan lo onírico de lo real. Tiempo al tiempo.

jueves, 28 de abril de 2016

Inmortales

Siempre he tenido la idea absurda de que moriría joven o que viviría para siempre, condenado a tener que despedirme de toda persona a la que alguna vez haya querido. Ambas opciones siempre me han parecido aterradoras, aunque la segunda siempre me ha horrorizado sobremanera. A mis casi 32, he sobrevivido a una infección de hepatitis C con dos años, de la que me recuperé sin tratamiento, ya que no sería hasta un par de décadas después cuando el ahora tristemente polémico interferon pasaría sus primeras pruebas clínicas; he sufrido una amputación tibial y, como anécdota que me pudo salir cara, un fallo en la dosis de la anestesia durante una de mis siete operaciones se tradujo en que me despertara, desintubara, quitara la vía que me habían colocado y tratara de salir por mi propio pie del quirófano, ante la atónita mirada de los médicos allí presentes. Como "bonus track" de mis accidentadas tres primeras décadas de vida, resaltaría dos atropellos de los que he salido ileso, a pesar de que en uno de ellos atravesara la luna acabando en el asiento del copiloto; y una más que aparatosa caída en la ducha en la que la mampara de vidrio se me reventó en la espalda y que se saldó solamente con cortes superficiales. El caso es que el haber superado este tipo de experiencias, unido al hecho de que poco a poco me empeño en ir cumpliendo años, ha conseguido calar en mi una extraña sensación de que la segunda opción de mis descabellados instintos es un opción plausible. 

Sin embargo, también me hace pensar que dada mi innata facilidad para atraer los desastres, puede que estas sean las últimas palabras que escriba. En ese caso, estaría más que justificada la máxima que sostiene que debemos vivir como si fuéramos a morir mañana. Este pensamiento tan fuertemente arraigado en la sociedad actual tiene su sentido, no voy a negarlo; Pero también guarda un peligro intrínseco que impacta directamente en muchos de los males que nos adolecen. Vivimos en la cultura del cortoplacismo: Vive hoy porque mañana puede que no estés aquí. Este eslogan acartonado se ve reflejado en todos los ámbitos de nuestro sistema, desde la educación, en la que no hay un consenso porque se requiere unas competencias que cumplir; hasta la política, en la que pareciera que la vida solo durara cuatro años hasta que se vuelva a decidir en la urnas; pasando por otros nichos tan variopintos como la explotación de recursos fósiles ya que "no viviremos para agotarlos". Puede que sea ingenuo, pero siempre he pensado que, a falta de un sentido definido para vivir, que tu fin sea el irte dejando un mundo que sea un poco mejor de lo que era cuando llegaste, es una opción más que interesante.

He dado muchas vueltas a cómo debería vivir mi vida. Cómo exprimirla teniendo en cuenta que mañana existirán consecuencias derivadas de mis actos, y creo que la solución no es vivir cada segundo como si fuera el último, sino vivirlo como si fuera a durar para siempre. Me explico, si tu vida entera fuera a ser eterna pero siempre como este preciso instante, con las consecuencias continuadas que esto generaría ¿Cómo te gustaría vivirla? A mi me funciona. Al fin y al cabo, si tomamos este preciso momento como unidad de tiempo, tú; el que me lee y yo; el que te escribe, somos inmortales. Al menos mientras no se demuestre lo contrario.  


domingo, 3 de abril de 2016

De Principios y Finales

Cuando era pequeño, un día jugando por los alrededores del patio de mi colegio con mi por aquel entonces mejor amigo Borja Hernández, vi a lo lejos un papel verde que me llamó la atención. Según nos fuimos acercando me di cuenta que eran mil de las antiguas pesetas y arranqué a correr en busca de lo que para nosotros suponía una millonada en aquella época. Nunca fui el más rápido de la clase, así que mi amigo se me adelantó en el sprint y se hizo con mi ansiado tesoro. En aquel mismo instante mi cabeza se puso en marcha para tratar de conseguir el dinero. En una fracción de segundo urdí mi plan maestro y con la mejor de mis interpretaciones le dije: 

- Déjame verlo Borja, tranquilo que ni lo toco, pero es que parece que hay algo raro.
- ¿Raro?- Contestó él.
- ¿A ver? - cara de póker. - Vaya, yo diría que es falso pero no sé.
- ¿Falso? No fastidies, Joseba. - La duda estaba sembrada, sólo hacía falta rematarlo, necesitaba ése dinero; mi mente infantil no paraba de fantasear con la de cosas que podría comprarme.
- Mira, podemos hacer una cosa. Mi tío trabaja en un banco, si me dejas el billete, se lo llevo. Que él vea si es falso y si es de verdad, mañana te lo traigo - Sonrisa encantadora y...
- mmm...Vale. Pero me lo traes ¿Eh?- Hecho.
- Claro tío ¡no te preocupes!

Huelga decir que yo no tengo ni tenía ningún tío que trabajara en un banco y que ya estaba pensando en cómo le diría lo falso que era el billete al día siguiente. Tenía por aquel entonces 5-6 años y como ya he dicho, no era el más rápido de la clase. Aquel día confirme que era el más listo.

Así las cosas,  y con mi nueva vida de niño adinerado por delante, salí de clase pensando en decirle a mi madre que me había encontrado ese billete, esperando que ella me ayudara a administrarlo con sabiduría, de forma y manera que me permitiera comprarme todo tipo de juguetes y juegos que me harían feliz para el resto de mi vida. La realidad fue otra bien distinta. A pesar de que no se enteraría hasta 15 años después de cómo había conseguido el billete, gracias a la omisión de mi pequeña manipulación maquiavélica, mi madre me dejó claro que ese billete era de alguien; probablemente de otro niño que lo habría llevado para pagar el comedor y que seguramente en esos momentos se estaría llevando una bronca tremenda de sus padres. Acertó de pleno; así que después de corroborarlo con el colegio, informó a mi profesora de que yo, Joseba Luna de 5-6 años, lo devolvería al día siguiente. Intenté que fuera ella la que lo devolviera, me moría de vergüenza, pero ella me obligó a ser yo mismo, y me cayó una buena bronca por tratar de rechistar y ponerme cabezón. Dicho y hecho, al día siguiente de la mano de mi madre devolví el dinero de aquel niño al que casi dejo sin comer, no sin tener un leve forcejeo con la profesora que sujetaba el billete del otro lado, todo hay que decirlo. Adiós a mis ínfulas de millonario.

Aquel día, aunque suene tonto, supuso un antes y un después en mi vida. Aprendí dos cosas fundamentales que han sido principios básicos en mi forma de actuar a partir de entonces. Por un lado, que nuestras acciones tienen consecuencias que van más allá de nosotros y que afectan a más gente de la que podamos imaginar. Me di cuenta de que mi mala actuación me había supuesto una buena bronca, que había decepcionado a mis padres y que, adicionalmente, otro pobre chaval había recibido el correspondiente rapapolvo de sus padres porque yo no fui capaz de hacer lo correcto en primera instancia. Por eso debía ser yo el que devolviera el billete, yo debía entregarlo voluntariamente parar reparar mi mal acto y yo y sólo yo debía sentir el peso de la vergüenza. Lo segundo que aprendí es que no tienes derecho a hacer algo simplemente por que puedas o tengas la capacidad de hacerlo. Aunque partas de las mismas posibilidades iniciales, la igualdad nada tiene que ver con la justicia. Me aproveché de mi amigo simplemente por que podía y eso me había llevado a buscarle un problema a otra persona y a engañar a un amigo que confiaba en mi. No he vuelto a hacerlo desde entonces. 

Creo que por mucho que nuestro fondo no sea malo, nuestros actos nos definen y a pesar de que hay que saber diferenciar entre malas personas y buenas personas que comenten malos actos por distintos motivos, con el tiempo corren peligro de acabar siendo lo mismo. Si no actúas conforme a lo que piensas, llegará el día en el que pienses tal y como has actuado y este hecho es especialmente preocupante en los tiempos que corren. Estamos sometidos a presiones sociales, laborales y mediáticas que nos dicen como actuar para no sentirnos desplazados o inadaptados,sometiéndonos a responsabilidades que no nos corresponde, hasta que llega el día en el que los mensajes han calado tan profundo que forman parte del tronco de tu personalidad sin que te hayas dado cuenta y te encuentras despreciando a las personas íntegras, porque inconscientemente representan todo la rectitud y perseverancia que tu no has sido capaz de mantener. Debemos mantenernos fieles a nuestros principios; aunque duela, aunque nos suponga perder en algunos casos, porque es la única manera de que ganemos todos, de conseguir paz en nuestros finales.

PD: Nunca tuve tiempo de hacerlo y puede que ni recordaras esta anécdota pero, si por casualidades de la vida leyeras esto: lo siento mucho, Borja.

sábado, 19 de marzo de 2016

Cuando ya no seamos

¿Qué se siente al no ser? ¿Cómo era no haber sido? ¿Qué había cuando no había nada? Estas son preguntas que, en cierta manera, me han atormentado desde que tengo uso de razón.  Prácticamente desde que tengo memoria recuerdo largas noches tumbado en la cama, boca arriba, inmóvil con la mirada fija en el techo pensando ¿cómo era y será dejar de ser? Intentando imitar el rictus físico que supondría, quieto completamente hasta que un escalofrío me recorría y sentía una amalgama de sensaciones que mezclaban la ira, el agobio y la frustración pero, sobre todo, un pánico irrefrenable. Un miedo incoherente, sin cara ni ojos, que envolvía la habitación al completo, una atmósfera densa y una oscuridad opaca que generaba una presión de tal magnitud en mi pecho que sólo podía purgarse con el llanto. Siempre he sentido la necesidad de saber los porqués de todo. Nunca he sido capaz de conformarme con un “así son las cosas”, hasta el punto de haberme traído algún encontronazo con mis profesores, mis superiores y con la ley incluso (nada grave), pero esas son otras anécdotas que en este post no vienen al caso.

Es difícil para un inconformista asumir que hay fenómenos que quieres saber y que nunca podrás llegar a dilucidar y, aunque he aprendido a lidiar con ello con el paso de los años y estos episodios de ansiedad por el miedo a lo desconocido se han ido apagando paulatinamente, todavía hoy me cabrea muchísimo pensar que me iré sin el tiempo ni la capacidad suficiente para saber por qué estamos aquí; qué maravilloso cúmulo de casualidades nos ha llevado a existir; qué generó este todo y  qué hubo y habrá cuando no haya nada. Supongo que es una duda generalizada, de hecho, igual que nuestro cerebro desconecta llegados al umbral del dolor cuando ya no podemos soportarlo, este “dolor” de no saber, nos ha llevado a crear nuestro propio mecanismo de “desconexión” llamado Dios, Allah o el todopoderoso que apetezca. Pero hay gente que nunca seremos de conformarnos con un “así son las cosas”, por mucho que nos gustaría tener la capacidad de aceptar una respuesta que nos permitiera “pasar palabra” de la eterna pregunta y ser felices en la ignorancia; y todo porque otro que vela por nosotros, sí que lo sabe y eso es garantía de que todo va a ir bien. Yo no puedo. Necesito tener respuestas. Es más, creo que si supiera que en el mismo momento de irme de aquí en lugar de mi vida en fotogramas, vería el porqué de todo, estaría mucho más tranquilo. Si lo pienso fríamente, siempre llego a la conclusión de que esto no lleva a ningún lado, y redunda en mi eterna lucha por el control de lo incontrolable. Pero un curioso es un curioso.


 Soy consciente de que ateniéndonos estrictamente a los principios de la física cuántica y a la morfología del espacio-tiempo, carece de sentido preguntarse qué hubo cuando no había nada. Sin embargo todos estos años de preguntas no han sido en vano, y sí me han valido para llegar a conclusiones asociadas. Una de las muchas es que me he dado cuenta de que gran parte del miedo irrefrenable surge del hecho de que ya no volverás a ver a los tuyos. Es decir, cuando alguien a quien quieres muere, dejas de ver a esa persona para siempre con el dolor que esto conlleva, pero cuando seas tú el que mueras, la cosa pinta bastante peor; Serás tú el que te vayas y no perderás a una persona, pierdes a todas. Vale que dejarás de echar de menos, de sentir, en definitiva de “ser”, pero es que yo no sé lo que supone para mi mismo dejar de ser, que ya es inquietante de por sí, sino que además sí sé lo que supondría para la gente que quiero, así que el miedo es doble. No puedo evitar pensar en lo triste de lo parecido, y lo distinto a la vez,  que es el paso de no haber sido a ser respecto al paso de haber sido a dejar de ser; Nacemos acompañados, con gente que nos asiste y que te cuida durante el proceso de creación y el de bienvenida al mundo; siempre arropados por gente deseosa de que esta transición suceda y que te guiará en el proceso. Cuando morimos, con suerte, también estamos acompañados, la gente quiere aprovechar ese último segundo a tu lado porque son más conscientes que nunca de que no volverá a repetirse, paradójicamente, como todos y cada uno de los segundos de tu vida y que a mucha gente no le ha importado desaprovechar. Sin embargo, en el mismo momento de decir adiós, estás completamente sólo. Nadie va a guiarte en ese momento de cambio y en este caso, en el proceso, cuando hayas aceptado que es inevitable, serás tú el que tengas que guiar a todos los demás para que aprendan a decirte adiós. Pero,¿Cómo le enseñas a alguien a dejarte ir cuando ni siquiera tú sabes a dónde te vas?

viernes, 19 de febrero de 2016

Maestros y Domadores

Siempre he considerado que la educación consiste en dar las herramientas a una persona para que pueda desarrollar su máximo potencial, para poder ser ella misma y brillar con luz propia. Básicamente, enseñar a generar infinitas posibilidades y, posteriormente, acompañar en el nuevo camino hasta un objetivo final que debería estar definido por su creador que, a fin de cuentas, será aquel que habrá de recorrerlo. Esto me hace pensar que el sistema actual no está concebido para educarnos, sino para automatizar una suerte de doma en la cual nos marcarán los caminos que dicho sistema considera adecuados, para llegar a un objetivo arbitrariamente prefijado. El fin último de que haya varios caminos no es otro que el de dar una sensación de libertad de elección, de forma y manera que hay un hueco establecido para que podamos sentirnos individuos libres por creernos diferentes al resto. Incluso existe el camino del rebelde inadaptado. Un nicho autocomplaciente constituido por personas tan rebosantes de ideales rancios, como huérfanas de ideas, a las que se hace creer que son la panacea del pueblo o el revulsivo del oprimido,cuando finalmente acabarán por ahogarse en su propio ego pseudorrevolucionario. La rebeldía sin causa no es más que una masturbación idealista para mediocres. Una forma perversa del sistema para dar altavoces a locuaces mudos; prismáticos a invidentes de ojos saltones, que sólo conllevan la perpetuación de un mensaje vacío y desgastado. Ningún cambio positivo de la humanidad ha venido de una persona domada.

Igual que el hijo del maltratador acaba por maltratar a los suyos, no hay domador más peligroso que la persona domada. Te enseñarán que el mundo es gris e intentarán convencerte a toda costa de que los colores que todos llevamos dentro, no son herramientas válidas en un mundo de adultos. Que madurar es perder la inocencia y aprender a asumir que tus sueños deben ser desechados porque lo onírico empaña lo tangible y pensar en materializar algo a partir de la nada es ingenuo ¿En qué  momento la ingenuidad pasó a tener una connotación negativa?; No te dejarán brillar, porque tu luz no hace más que mostrarles lo larga que es su sombra. Te dirán qué aprender, te enseñarán paradigmas manidos y te disuadirán de crear los tuyos propios.

Edúcate. Rodéate de maestros y no de domadores. Mantén cerca a ingenuos soñadores; que estén locos y no te digan lo que aprenderás hoy y te pregunten: ¿qué quieres que aprendamos mañana? Que en vez de llenarte de conceptos, te provean de armarios donde puedas guardar todos los tesoros que a ti te interesen. Maestros que se disfracen de pingüinos si hace falta  y bailen mientras pintan su cara de colores y la tuya de sonrisas. Empápate de rebeldes con causa, que no compartan la tuya pero que se partan la cara por que puedas defenderla. Sé un imperfecto educado indomable, porque ellos pintarán el cambio sobre el lienzo gris.

sábado, 30 de enero de 2016

Viralmente humanos

Todo el que me conoce sabe que me gusta explicar cosas complejas con ejemplos sencillos, a veces con más pena que gloria, pero por norma general, suele ser bastante útil. Por ello, cualquiera que me haya oído hablar sobre polímeros (mi supuesto campo de conocimiento) me habrá oído explicar que las cadenas poliméricas son como “espaguetis”, unos enredados con otros; que los plastificantes son como el aceite para estos espaguetis, que favorecen que deslice uno sobre el otro; o que cada cadena es como una línea de “legos”, en los que cada pequeña pieza representa una unidad repetitiva (monómero). A modo de resumen, siempre me ha parecido que los fenómenos y estructuras microscópicas tienen su equivalente conceptual a tamaño macroscópico, que ayuda a que cualquiera pueda entender conceptos más complejos. El caso es que muchas veces, también puede hacerse a la inversa y fenómenos microscópicos pueden explicar a la perfección realidades a mayor escala.

Aún a riesgo de que un microbiólogo me fulmine (pido perdón por los errores de bulto que pueda cometer), diré que los virus son agentes submicroscópicos acelulares, que tan solo pueden reproducirse a través de las células de otro organismo. Básicamente, aprovechan los recursos de su huésped para reproducir su paquete genético generando consecuencias más o menos graves en función de su virulencia. En muchos casos además, si se da la ocasión, podrán colonizar otros organismos y se adaptarán a las barreras que el sistema inmune les imponga para sortearlas y perpetuarse. A no ser que no sean suficientemente buenos adaptándose y las defensas naturales  los eliminen antes, claro. ¿Os suena de algo? Por si hay alguien que aún no haya captado la idea, me gusta comparar al ser humano con un virus. Si lo pensáis no somos tan diferentes; colonizamos la tierra, aparecimos aquí en un mundo que no es nuestro y nos dedicamos a explotar sus recursos para poder seguir creciendo como si nos perteneciera, o como si estuviera a nuestro servicio. Agotamos sus recursos fósiles, contaminamos sus lagos, sus océanos, moldeamos sus montes, hicimos túneles para atravesarlos y por el camino nos fuimos adaptando. Aprendimos de las barreras que la madre tierra nos ponía; frío, tormentas, temporales, para acabar sorteándolas y arreglárnoslas para vivir y conquistar hasta los terrenos más recónditos del planeta. Cada cultura y civilización a su manera, como si de diferentes cepas de un mismo virus se tratara, se han dedicado a esparcirse a lo largo y ancho del planeta azul buscando su pervivencia con resultados más o menos drásticos para su entorno, como modulados por su grado de virulencia. Un ejemplo más de nuestra similitud es que hace años que el ser humano comenzó su carrera espacial y a estas alturas, con una tierra que parece marchitarse por momentos, seguimos obcecados en encontrar planetas análogos que pudieran ser  habitables por si el que habitamos se nos queda pequeño e incluso invertimos miles de millones en tecnologías que nos permitan vivir en planetas con condiciones claramente adversas. No vaya a ser que el día menos pensado nuestro querido orbe de tierra y agua diga: “hasta aquí hemos llegado”. Somos un virus con todas las letras.

Sin embargo hay una faceta de los virus que la gente tiende a omitir o que directamente ignora. En nuestro (mi) innegable afán por personificar cualquier cosa que nos rodea, los virus se nos presentan como el malvado archienemigo, un maquiavélico agente creado por la naturaleza para infectar y acabar con el organismo que los aloja, todo ello a través del mayor sufrimiento posible y con las más horribles consecuencias que se nos ocurran. Curiosamente esta idea preconcebida no podría estar más lejos de la realidad. Los virus buscan su supervivencia, por lo tanto necesitan de su huésped para  poder perpetuarse y coevolucionan con el portador natural y, por norma general, tratan de no generar daño o generar el menor daño posible en el organismo infectado. Los daños graves suelen venir asociados a infecciones de organismos no-naturales, es decir de organismos que “no les toca” infectar. Por ello, está comprobado que los daños suelen generarse durante la etapa de adaptación del virus a su huésped, una vez “acomodado” el virus pasa a tener un efecto nulo sobre  el organismo y podría convivir por los siglos de los siglos. Este hecho, lo demuestra la presencia de virus dondequiera que haya  un resto de presencia de un organismo vivo.

Por todo esto, siempre quiero pensar que no es tarde para nosotros. Quiero creer que la infinita estupidez del ser humano, que está acabando poco a poco con los recursos naturales del planeta y alterando todo el ecosistema, no es más que un proceso de adaptación a otra escala; que simplemente estamos aprendiendo a convivir con nuestro huésped y que este periodo terminará por llevarnos a un estado estacionario en el que sabremos cómo aprovechar los recursos de nuestro huésped sin agotarlo y que nuestra presencia respetuosa acabará por perpetuarse.

A no ser que no seamos suficientemente buenos adaptándonos  y las defensas naturales  nos eliminen antes, claro.

viernes, 22 de enero de 2016

El sentido común no se negocia

Debido a mi trabajo suelo tener contacto constante con distintas empresas de diferente calado a nivel Europeo. En el mejor de los casos, coincido con personas con un conocimiento técnico que permite que dejemos a un lado las formalidades y los temas económicos para poder centrarnos en lo realmente interesante para mí: los aspectos científico-técnicos de los posibles proyectos de colaboración. En otras ocasiones,  por el contrario me toca lidiar con interlocutores de corte administrativo o, en el peor de los casos, directivos que distan mucho de interesarse por la calidad de las propuestas; no es raro que después de una presentación que te ha llevado semanas preparar, en la que destripas el actual estado del arte y ofreces varias alternativas que superan técnicamente las actuales soluciones, tan solo recibes la frase: “Vale  ¿Cuánto dinero me va a dar la comisión europea/el ministerio de industria?”.  En estos casos, toca hacer de tripas corazón, olvidarte de tus ansias de hacer de este mundo un sitio un poquito mejor a corto plazo y empezar a hablar de números: Convocatorias públicas,  subvenciones, tramos no reembolsables, costes indirectos, etc.; la parte más ingrata de mi trabajo de largo. Pero los sistemas se cambian desde dentro y este es un precio a pagar. Tiempo al tiempo.

Supongo que por este motivo, hace un par de meses el centro tecnológico en el que trabajo decidió costear un curso sobre negociación profesional para los investigadores principales  que dirigen cada una de las unidades de investigación, e incluyó también a personal del departamento de gestión de proyectos, con el fin de que pudiéramos “cerrar” con una mayor tasa de éxito nuestras “ventas”. He de decir que acudí al curso relativamente escéptico. No soy muy amigo de estas nuevas corrientes de manipulación orientación, ni del famoso “coaching” que tan de moda está. Me parece un engañabobos para solucionar “problemas imaginarios del primer mundo”. Sin embargo, decidí ser positivo y tratar de aprovecharme de todo lo que pudiera desde un punto  de vista psicológico, que a nivel personal es el que más me motiva, ya que creo que si todos fuéramos menos personaje (papel que desempeñamos en el trabajo) y más persona,  nuestro equilibrio personal se trasladaría al buen funcionamiento profesional. Una cuestión de empatía, vaya. A mí me funciona.
La formación se dividió en dos grupos independientes; uno formado mayoritariamente por personal de gestión, acostumbrados a la negociación y trato directo con empresa; otro mayoritariamente de personal investigador, más acostumbrados al trabajo “abstracto” y sin formación en negociaciones. El caso es que entre todas las curiosidades sobre la interpretación de las posturas del interlocutor, gestos, etc., que sin dejar de ser interesantes, resultaban bastante básicas para cualquier persona observadora, tuvimos varios ejercicios prácticos en los que teníamos que formar dos grupos de negociación para llegar a un acuerdo y analizar las distintas estrategias a posteriori, así como los resultados a los que se había llegado en los hipotéticos casos; ¿Había ganado alguna de las partes? ¿Había perdido alguna de ellas? ¿Habían ganado ambas? En estos análisis salió a relucir el ya también famoso término del WIN-WIN. Es decir, una solución que, aunque suponga ciertas concesiones, acabe por ser beneficiosa para ambas partes. Cuando analizamos los resultados en conjunto, observamos que la gente acostumbrada a la negociación y con formación previa (personal de gestión y administración) había llegado a soluciones que resultaron en pérdida para ambas partes; Todo ello porque trataron de “llevarse el gato al agua” con estrategias posicionales, mientras que en el caso del personal investigador y sin experiencia en negociación,  tras unas primeras negociaciones de tanteo acabadas en “tablas”, se había llegado a una solución de WIN-WIN y a un entorno de colaboración.
Este hecho no hace más que reafirmar mi opinión al respecto de este tipo de formaciones y la actual cultura corporativa profesional y cómo nos inducen (y autoinducimos) a extrapolarla a nuestra vida personal. Nos dedicamos a poner nombres impactantes a formaciones, estrategias o corrientes. Todo ello para vender un ideal que debemos cumplir y que nos imponemos.  Nos adoctrinan en la cultura de la competición, en las frases prefabricadas que definen la ideología que nos llevará a ser millonarios, a forjarnos nuestra carrera como empresarios de éxito, término que, por cierto, abarca desde el dueño de Hewlett-Packard al frutero del barrio, pero supongo que en esta sociedad clasista y de etiquetas suena peor frutero que empresario  o lo que ahora denominan emprendedor, aunque hagan lo mismo. Pero a la hora de la verdad, esta cultura ególatra sólo nos lleva a la autodestrucción por exceso de celo o avaricia, donde la valía de una persona se mide por los números de su cuenta corriente, por su imagen profesional, por sus logros respecto al resto, su supuesto estatus social o lo anglosajón que suene el nombre de su puesto; que en tu contrato ponga “Fresh-Food Feedstock Manager” no va a hacer que dejes de ser el reponedor de fruta empleado del frutero emprendedor de tu barrio. Ni que pagues tus facturas a final de mes. Pero probablemente va a generarte una (falsa)sensación de autoridad que nunca tendrás y si la tienes, no te engañes, que no te cuenten lo contrario: Tú autoridad no atiende a tu puesto ni a tu escalafón social, si no a tu valía como persona y aquí,amigo, es donde está el quid de la cuestión; tu valía como persona es la misma que la de cualquier otro, somos un "don nadie" que es tan "alguien" como cualquier otro "don alguien" del mundo. Todos valemos lo mismo independientemente de nuestras virtudes y defectos. Todos tenemos algo valioso que aportar y si nos preocupáramos cada uno de aportarlo, no necesitaríamos manipular a nadie para conseguir lo que queremos a cambio del menor sacrificio posible. ¿Por qué alguien tiene que enseñarte a negociar para conseguir de otra persona lo que quieres? ¿Por qué tenemos que definir estrategias para conseguir algo? Deberíamos empezar a ser más simples, porque llamarle WIN-WIN no va a hacer que deje de ser una cuestión de comunicación, sentido común y empatía.


Puede que sea un ingenuo, pero la experiencia de este curso  me dice que la buena fe y la inocencia conjunta lleva a buscar soluciones conjuntas y simples que nos valgan a todos. Las estrategias para negociar algo tan de cajón como el bienestar global, sólo llevan a la desigualdad y a la cultura del miedo. El día que entendamos esto, que defendamos ideas y no ideologías; que hablemos de personas y no de personajes, igual se soluciona algo. De momento, así nos va. Pero los sistemas se cambian desde dentro. Tiempo al tiempo.

viernes, 15 de enero de 2016

Si Darwin levantara la cabeza...

Esta entrada está relacionada con una anécdota que me sucedió cuando me mudé a mi anterior piso. Estaba subiendo las escaleras con la compra, intentando mantener la postura que marcan los cánones de la seguridad en la manipulación de pesos; si, esa postura que hace que me replantee la teoría de Darwin, para estar prácticamente en la certeza de que provenimos del pollo. La postura consiste en tener brazos rectos, espalda erguida, rodillas flexionadas y culo casi en pompa. El caso es que en esta coyuntura, dos de mis vecinas dominicanas se giraron a mi paso y pude oír como una le decía a la otra: “¡Viste mami, ese blanco tiene culo de negro!”.
La anécdota acaba aquí. Siento haber creado falsas expectativas. Pero el otro día me planteaba el por qué de mis respingonas posaderas y me di cuenta de que llevo toda la vida viviendo en un 4º piso, luego en un 5º piso y ahora, en un 4º nuevamente. Todos ellos sin ascensor. No sé si será casualidad o no, pero en base a la opinión de los gurús de la gimnasia y el fitness, podría ser la causa de tener el culo como un bloque de granito. Una cosa lleva a la otra y no puedo evitar pensar en el predecesor de Darwin en el tema del evolucionismo: Lamarck. Para los que no conozcan su teoría les diré que deberían haberles suspendido biología, básicamente, sostiene que el uso de un organo/rasgo, potencia su desarrollo y acaba por transmitirse en generaciones.  Años después, Darwin  refinaría esta teoría y explicaría el “vacío” teórico respecto a la transmisión de rasgos entre generaciones a través de la supervivencia por medio de la adaptación, pero esa es otra historia distinta.
El caso es que me gusta observar a la gente. Podría pasarme horas sentado viendo simplemente a la gente pasar, relacionarse, hablar entre ellos, gesticular. Me divierto imaginando quienes son en función de cómo se comportan y con el tiempo me he vuelto bastante bueno en ello, hasta el punto de que los propios rasgos físicos ya me dan una idea de cómo será la persona. Se ha convertido casi en un sexto sentido que para ciertos aspectos de mi vida, personal y profesional, me ha dado una gran ventaja a la hora de saber a qué atenerme. Suelo acertar "leyendo" a la gente y puede que por el mismo motivo sea muy explícito cuando quiero dejarme leer. Se me nota a la legua y desde el primer momento cuándo siento afinidad por alguien y cuándo no.
Así las cosas, la conclusión a la que siempre llego es que somos expertos mentirosos. Hasta el más sincero; no es incompatible. Ponemos máscaras sobre caretas hasta que queremos creer que los guiñoles que fabricamos son realidad, pero siempre hay algo que delata la goma que las sujeta. Sólo es cuestión de fijarse, de saber observar la grieta que deja entrever la cara limpia debajo del maquillaje. No hay nada malo en guardar secretos; en  proyectarnos sobre la otra persona. Tu intimidad es tuya, porque si lo compartes absolutamente todo, llegará el día en que no puedas ofrecer nada. La clave está en que el maniquí que sustenta todo no se pierda entre la retahíla interminable de disfraces acumulados a lo largo de los años.


Volviendo a la teoría de la evolución, que  es en lo que pretendía centrar este post, me doy cuenta de que Lamarck no estaba tan equivocado, puede que solamente se equivocara en la unidad temporal. Midió por generaciones un hecho que sólo se constata en una vida como unidad de tiempo. Nuestro “yo de hoy” es el heredero natural de los rasgos generados por el comportamiento de nuestro “yo de ayer”. Nuestros actos y costumbres nos modifican físicamente, hasta el punto de ser un mapa que recorrer con  la mirada, leyendo cada hecho que nos ha convertido en lo que somos; que no es otra cosa que una maravilla arqueológica viva que descubrir, un tronco sobre el que contar los años en forma de anillos si tenemos la sierra adecuada. Darwin puede retorcerse en su tumba porque, en un mundo en el que la selección natural ha desaparecido para los humanos, tan solo el evolucionismo de Lamarck nos moldea en la única vida que tenemos.

viernes, 8 de enero de 2016

Nueva vieja entrada

“Cuando comencé con esto de escribir un blog lo planteé como una terapia, una sauna mental metafórica en la que poder depurar mi cabeza a través de los poros del pensamiento para descontaminarme y, para ser sinceros, de un tiempo para aquí no he sido capaz de escribir nada y el grado de intoxicación empieza a ser preocupante. Llevo ya un par de meses con ideas que necesitan salida, pero que están tan dispersas que se niegan a abandonarme y se van acumulando, cada vez es más dificil sacarlas y acaban por enquistarse y propagarse como si de un proceso tumoral se trataran.
Todo empieza con una sensación de malestar, un dolor ciego cerca del pecho que poco a poco, te acaba por cargar cuello y espalda para, finalmente,  acabar por infectar a la cabeza. Algo no va bien, pero te dices eso de “ya se pasará”, hasta que no puedes negarte a la evidencia de que empiezas a ser disfuncional, no piensas claro. Te despiertas y te duermes con esa sensación de pesadez, de que llevas un pasajero indeseado dentro que no quiere irse y que no sabes como despedir. Ni por las buenas, ni por las malas. El cerebro va lento, con el viento de frente y la fuerza de la gravedad parece multiplicarse por dos. Pero como todo en esta vida, sólo es cuestión de tiempo que acabes por acostumbrarte a esta pesadez y terminas por no acordarte de lo que era no tenerla, de manera que para cuando te quieres dar cuenta de que realmente hay algo que no funciona, ya es demasiado tarde.
El pasajero indeseado ya tiene acceso VIP y se mueve a sus anchas por tu sistema, te encoge el estomago, ralentiza tu ritmo cardíaco y te vuelve olvidadizo. Ya no eres el mismo. “Los tuyos” parecen de otro, por que tú, precisamente, ya eres otro. Intentas disimularlo, al fin y al cabo “ellos” no tienen la culpa de ese sentimiento enquistado. Así que te pones tu capa de héroe, llena de agujeros, y empiezas a respirar sonrisas y beber lágrimas para que a otros no les falte el aire y no noten que el agua llega al cuello. Pero es cuestión de tiempo, siempre el tiempo. No miras igual. No os equivoquéis, con la boca sonreimos todos; Con los ojos  sólo los que sonríen de verdad; Con todo el cuerpo solamente los que serán capaces de sonreír mañana. Así hasta que un día se te olvida lo que era ese gesto, lo intentas y sólo haces muecas incomodas. Más tarde, ya ni te molestas en intentarlo porque te das cuenta que hace tiempo que ya no eres dueño de nada, ni de ti mismo, hasta que un día todo se para y se pierde, por fin, lo que fuiste, lo que eras y lo que creías que ibas a ser…
Creo que me he ido por las ramas y que he perdido completamente el sentido de lo que iba a ser este post, pero puede que sea exactamente lo que necesitaba. Seguro que hay quien lo entiende.”

Este post lo escribí durante mis dos años de sequía. Me lo he encontrado de casualidad y recuerdo que en su día decidí no publicarlo porque me parecía demasiado personal, porque representaba un símil de lo que me pasaba internamente con un ejemplo demasiado fidedigno y real de lo que estaba sufriendo una persona ajena.
Al leerlo llego a dos conclusiones. Por un lado, la figura del héroe es un tema recurrente que debo empezar a desechar y, por el otro, es bueno que lo publique ahora porque  al leerlo ya no me reconozco. Aunque me siga dejando una sensación agridulce, en este caso mi particular partido interno acabó en una victoria personal, a pesar del olor a derrota general que me impregnará la piel para siempre. 
Vida 0- humano ?.


Agur Aita.