jueves, 28 de abril de 2016

Inmortales

Siempre he tenido la idea absurda de que moriría joven o que viviría para siempre, condenado a tener que despedirme de toda persona a la que alguna vez haya querido. Ambas opciones siempre me han parecido aterradoras, aunque la segunda siempre me ha horrorizado sobremanera. A mis casi 32, he sobrevivido a una infección de hepatitis C con dos años, de la que me recuperé sin tratamiento, ya que no sería hasta un par de décadas después cuando el ahora tristemente polémico interferon pasaría sus primeras pruebas clínicas; he sufrido una amputación tibial y, como anécdota que me pudo salir cara, un fallo en la dosis de la anestesia durante una de mis siete operaciones se tradujo en que me despertara, desintubara, quitara la vía que me habían colocado y tratara de salir por mi propio pie del quirófano, ante la atónita mirada de los médicos allí presentes. Como "bonus track" de mis accidentadas tres primeras décadas de vida, resaltaría dos atropellos de los que he salido ileso, a pesar de que en uno de ellos atravesara la luna acabando en el asiento del copiloto; y una más que aparatosa caída en la ducha en la que la mampara de vidrio se me reventó en la espalda y que se saldó solamente con cortes superficiales. El caso es que el haber superado este tipo de experiencias, unido al hecho de que poco a poco me empeño en ir cumpliendo años, ha conseguido calar en mi una extraña sensación de que la segunda opción de mis descabellados instintos es un opción plausible. 

Sin embargo, también me hace pensar que dada mi innata facilidad para atraer los desastres, puede que estas sean las últimas palabras que escriba. En ese caso, estaría más que justificada la máxima que sostiene que debemos vivir como si fuéramos a morir mañana. Este pensamiento tan fuertemente arraigado en la sociedad actual tiene su sentido, no voy a negarlo; Pero también guarda un peligro intrínseco que impacta directamente en muchos de los males que nos adolecen. Vivimos en la cultura del cortoplacismo: Vive hoy porque mañana puede que no estés aquí. Este eslogan acartonado se ve reflejado en todos los ámbitos de nuestro sistema, desde la educación, en la que no hay un consenso porque se requiere unas competencias que cumplir; hasta la política, en la que pareciera que la vida solo durara cuatro años hasta que se vuelva a decidir en la urnas; pasando por otros nichos tan variopintos como la explotación de recursos fósiles ya que "no viviremos para agotarlos". Puede que sea ingenuo, pero siempre he pensado que, a falta de un sentido definido para vivir, que tu fin sea el irte dejando un mundo que sea un poco mejor de lo que era cuando llegaste, es una opción más que interesante.

He dado muchas vueltas a cómo debería vivir mi vida. Cómo exprimirla teniendo en cuenta que mañana existirán consecuencias derivadas de mis actos, y creo que la solución no es vivir cada segundo como si fuera el último, sino vivirlo como si fuera a durar para siempre. Me explico, si tu vida entera fuera a ser eterna pero siempre como este preciso instante, con las consecuencias continuadas que esto generaría ¿Cómo te gustaría vivirla? A mi me funciona. Al fin y al cabo, si tomamos este preciso momento como unidad de tiempo, tú; el que me lee y yo; el que te escribe, somos inmortales. Al menos mientras no se demuestre lo contrario.  


domingo, 3 de abril de 2016

De Principios y Finales

Cuando era pequeño, un día jugando por los alrededores del patio de mi colegio con mi por aquel entonces mejor amigo Borja Hernández, vi a lo lejos un papel verde que me llamó la atención. Según nos fuimos acercando me di cuenta que eran mil de las antiguas pesetas y arranqué a correr en busca de lo que para nosotros suponía una millonada en aquella época. Nunca fui el más rápido de la clase, así que mi amigo se me adelantó en el sprint y se hizo con mi ansiado tesoro. En aquel mismo instante mi cabeza se puso en marcha para tratar de conseguir el dinero. En una fracción de segundo urdí mi plan maestro y con la mejor de mis interpretaciones le dije: 

- Déjame verlo Borja, tranquilo que ni lo toco, pero es que parece que hay algo raro.
- ¿Raro?- Contestó él.
- ¿A ver? - cara de póker. - Vaya, yo diría que es falso pero no sé.
- ¿Falso? No fastidies, Joseba. - La duda estaba sembrada, sólo hacía falta rematarlo, necesitaba ése dinero; mi mente infantil no paraba de fantasear con la de cosas que podría comprarme.
- Mira, podemos hacer una cosa. Mi tío trabaja en un banco, si me dejas el billete, se lo llevo. Que él vea si es falso y si es de verdad, mañana te lo traigo - Sonrisa encantadora y...
- mmm...Vale. Pero me lo traes ¿Eh?- Hecho.
- Claro tío ¡no te preocupes!

Huelga decir que yo no tengo ni tenía ningún tío que trabajara en un banco y que ya estaba pensando en cómo le diría lo falso que era el billete al día siguiente. Tenía por aquel entonces 5-6 años y como ya he dicho, no era el más rápido de la clase. Aquel día confirme que era el más listo.

Así las cosas,  y con mi nueva vida de niño adinerado por delante, salí de clase pensando en decirle a mi madre que me había encontrado ese billete, esperando que ella me ayudara a administrarlo con sabiduría, de forma y manera que me permitiera comprarme todo tipo de juguetes y juegos que me harían feliz para el resto de mi vida. La realidad fue otra bien distinta. A pesar de que no se enteraría hasta 15 años después de cómo había conseguido el billete, gracias a la omisión de mi pequeña manipulación maquiavélica, mi madre me dejó claro que ese billete era de alguien; probablemente de otro niño que lo habría llevado para pagar el comedor y que seguramente en esos momentos se estaría llevando una bronca tremenda de sus padres. Acertó de pleno; así que después de corroborarlo con el colegio, informó a mi profesora de que yo, Joseba Luna de 5-6 años, lo devolvería al día siguiente. Intenté que fuera ella la que lo devolviera, me moría de vergüenza, pero ella me obligó a ser yo mismo, y me cayó una buena bronca por tratar de rechistar y ponerme cabezón. Dicho y hecho, al día siguiente de la mano de mi madre devolví el dinero de aquel niño al que casi dejo sin comer, no sin tener un leve forcejeo con la profesora que sujetaba el billete del otro lado, todo hay que decirlo. Adiós a mis ínfulas de millonario.

Aquel día, aunque suene tonto, supuso un antes y un después en mi vida. Aprendí dos cosas fundamentales que han sido principios básicos en mi forma de actuar a partir de entonces. Por un lado, que nuestras acciones tienen consecuencias que van más allá de nosotros y que afectan a más gente de la que podamos imaginar. Me di cuenta de que mi mala actuación me había supuesto una buena bronca, que había decepcionado a mis padres y que, adicionalmente, otro pobre chaval había recibido el correspondiente rapapolvo de sus padres porque yo no fui capaz de hacer lo correcto en primera instancia. Por eso debía ser yo el que devolviera el billete, yo debía entregarlo voluntariamente parar reparar mi mal acto y yo y sólo yo debía sentir el peso de la vergüenza. Lo segundo que aprendí es que no tienes derecho a hacer algo simplemente por que puedas o tengas la capacidad de hacerlo. Aunque partas de las mismas posibilidades iniciales, la igualdad nada tiene que ver con la justicia. Me aproveché de mi amigo simplemente por que podía y eso me había llevado a buscarle un problema a otra persona y a engañar a un amigo que confiaba en mi. No he vuelto a hacerlo desde entonces. 

Creo que por mucho que nuestro fondo no sea malo, nuestros actos nos definen y a pesar de que hay que saber diferenciar entre malas personas y buenas personas que comenten malos actos por distintos motivos, con el tiempo corren peligro de acabar siendo lo mismo. Si no actúas conforme a lo que piensas, llegará el día en el que pienses tal y como has actuado y este hecho es especialmente preocupante en los tiempos que corren. Estamos sometidos a presiones sociales, laborales y mediáticas que nos dicen como actuar para no sentirnos desplazados o inadaptados,sometiéndonos a responsabilidades que no nos corresponde, hasta que llega el día en el que los mensajes han calado tan profundo que forman parte del tronco de tu personalidad sin que te hayas dado cuenta y te encuentras despreciando a las personas íntegras, porque inconscientemente representan todo la rectitud y perseverancia que tu no has sido capaz de mantener. Debemos mantenernos fieles a nuestros principios; aunque duela, aunque nos suponga perder en algunos casos, porque es la única manera de que ganemos todos, de conseguir paz en nuestros finales.

PD: Nunca tuve tiempo de hacerlo y puede que ni recordaras esta anécdota pero, si por casualidades de la vida leyeras esto: lo siento mucho, Borja.