Siempre he tenido la idea absurda de que moriría joven o que viviría para siempre, condenado a tener que despedirme de toda persona a la que alguna vez haya querido. Ambas opciones siempre me han parecido aterradoras, aunque la segunda siempre me ha horrorizado sobremanera. A mis casi 32, he sobrevivido a una infección de hepatitis C con dos años, de la que me recuperé sin tratamiento, ya que no sería hasta un par de décadas después cuando el ahora tristemente polémico interferon pasaría sus primeras pruebas clínicas; he sufrido una amputación tibial y, como anécdota que me pudo salir cara, un fallo en la dosis de la anestesia durante una de mis siete operaciones se tradujo en que me despertara, desintubara, quitara la vía que me habían colocado y tratara de salir por mi propio pie del quirófano, ante la atónita mirada de los médicos allí presentes. Como "bonus track" de mis accidentadas tres primeras décadas de vida, resaltaría dos atropellos de los que he salido ileso, a pesar de que en uno de ellos atravesara la luna acabando en el asiento del copiloto; y una más que aparatosa caída en la ducha en la que la mampara de vidrio se me reventó en la espalda y que se saldó solamente con cortes superficiales. El caso es que el haber superado este tipo de experiencias, unido al hecho de que poco a poco me empeño en ir cumpliendo años, ha conseguido calar en mi una extraña sensación de que la segunda opción de mis descabellados instintos es un opción plausible.
Sin embargo, también me hace pensar que dada mi innata facilidad para atraer los desastres, puede que estas sean las últimas palabras que escriba. En ese caso, estaría más que justificada la máxima que sostiene que debemos vivir como si fuéramos a morir mañana. Este pensamiento tan fuertemente arraigado en la sociedad actual tiene su sentido, no voy a negarlo; Pero también guarda un peligro intrínseco que impacta directamente en muchos de los males que nos adolecen. Vivimos en la cultura del cortoplacismo: Vive hoy porque mañana puede que no estés aquí. Este eslogan acartonado se ve reflejado en todos los ámbitos de nuestro sistema, desde la educación, en la que no hay un consenso porque se requiere unas competencias que cumplir; hasta la política, en la que pareciera que la vida solo durara cuatro años hasta que se vuelva a decidir en la urnas; pasando por otros nichos tan variopintos como la explotación de recursos fósiles ya que "no viviremos para agotarlos". Puede que sea ingenuo, pero siempre he pensado que, a falta de un sentido definido para vivir, que tu fin sea el irte dejando un mundo que sea un poco mejor de lo que era cuando llegaste, es una opción más que interesante.
He dado muchas vueltas a cómo debería vivir mi vida. Cómo exprimirla teniendo en cuenta que mañana existirán consecuencias derivadas de mis actos, y creo que la solución no es vivir cada segundo como si fuera el último, sino vivirlo como si fuera a durar para siempre. Me explico, si tu vida entera fuera a ser eterna pero siempre como este preciso instante, con las consecuencias continuadas que esto generaría ¿Cómo te gustaría vivirla? A mi me funciona. Al fin y al cabo, si tomamos este preciso momento como unidad de tiempo, tú; el que me lee y yo; el que te escribe, somos inmortales. Al menos mientras no se demuestre lo contrario.