sábado, 7 de diciembre de 2024

Las culpas huérfanas

Hasta donde alcanza mi memoria, siempre he tenido serios problemas para aceptar la injusticia. Desagraciadamente, si algo tiene de característico la injusticia, como la ciencia, es que le da igual lo que tú creas o aceptes porque simplemente es verdad. Si lo piensas, no aceptar la injusticia roza el oxímoron, porque cualquier injusticia que pueda ser resarcida dejaría de serlo potencialmente de facto, pues pasaría a ser justa por subsanación; Y, sin embargo, eso no la hace menos frustrante. Hay heridas que no sanan y culpas injustas que se niegan a abandonarte, como los pelos intercalados entre las fibras de tu ropa después de un corte de pelo;  invisibles desde lejos, pero incómodos en la piel que los acoge cuando se ensartan en sus poros, como tratando de volver al cuerpo al que ya no pertenecen pero los vio crecer. 

Creo que, dentro de las diversas culpas que podemos llegar a sentir, la culpa huérfana es, con diferencia, la peor de todas. Esa culpa de la que sabes que ni tú ni nadie es responsable pero que adoptas porque, a priori, resulta más fácil que aceptar que las cosas pasan porque sí, sin opción a depurar responsabilidades. Es más fácil asumir que tú eres responsable de algo que aceptar la aleatoriedad de la tragedia. Buscar respuestas se convierte en la fábula del burro tras la zanahoria pero sin zanahoria; absurdo e irresoluble. Adoptar esta culpa huérfana hipoteca tu vida con intereses de olor a deuda eterna, te convierte en familiar de la duda y prestatario de la insuficiencia.  La culpa se instala y se arraiga, no cumple mayoría de edad ni se emancipa, porque el remordimiento no conjuga futuro. Conduce tu vida cambiándole el sentido, de forma que tu futuro natural te sorprende mientras miras al pasado y viceversa, sin más tiempo de reacción que aquel que apenas permite que tu presente sea giro y voltereta. Vive el presente, dicen, pero saborearlo es arcada porque navegas en mar revuelta como tu estómago: inestable, inalcanzable y vertiginoso. La nostalgia y el miedo aprietan tanto que entre los dos sólo cabe ansiedad. 

De esta forma, no puedes más que sentirte culpable por este juego de cara o cruz, donde te demuestras tremendamente incapaz para la vida y sobradamente capaz para la supervivencia, mientras otros, a los que consideras mas válidos y merecedores, obtuvieron la cara contraria de la moneda que tú no has lanzado. Quieres ver a Dios morir igual de solo que lo hacemos los humanos, reiniciar la existencia, aún a sabiendas de que es tan imposible para todos como innegociable para ti. 

Como de costumbre, he buscado un cierre optimista para esta reflexión, sin embargo, no puedes decirle a nadie lo que nadie sabe y, a día de hoy, no soy capaz de encontrarlo. Lamentablemente, aunque también eso me resulte tremendamente injusto y frustrante, solo atisbo cierto consuelo y aceptación en esa frase de la maravillosa película Donnie Darko que, aunque racionalmente no comparto, dice: “Supongo que hay personas que nacen con la tragedia en la sangre”.