sábado, 30 de enero de 2016

Viralmente humanos

Todo el que me conoce sabe que me gusta explicar cosas complejas con ejemplos sencillos, a veces con más pena que gloria, pero por norma general, suele ser bastante útil. Por ello, cualquiera que me haya oído hablar sobre polímeros (mi supuesto campo de conocimiento) me habrá oído explicar que las cadenas poliméricas son como “espaguetis”, unos enredados con otros; que los plastificantes son como el aceite para estos espaguetis, que favorecen que deslice uno sobre el otro; o que cada cadena es como una línea de “legos”, en los que cada pequeña pieza representa una unidad repetitiva (monómero). A modo de resumen, siempre me ha parecido que los fenómenos y estructuras microscópicas tienen su equivalente conceptual a tamaño macroscópico, que ayuda a que cualquiera pueda entender conceptos más complejos. El caso es que muchas veces, también puede hacerse a la inversa y fenómenos microscópicos pueden explicar a la perfección realidades a mayor escala.

Aún a riesgo de que un microbiólogo me fulmine (pido perdón por los errores de bulto que pueda cometer), diré que los virus son agentes submicroscópicos acelulares, que tan solo pueden reproducirse a través de las células de otro organismo. Básicamente, aprovechan los recursos de su huésped para reproducir su paquete genético generando consecuencias más o menos graves en función de su virulencia. En muchos casos además, si se da la ocasión, podrán colonizar otros organismos y se adaptarán a las barreras que el sistema inmune les imponga para sortearlas y perpetuarse. A no ser que no sean suficientemente buenos adaptándose y las defensas naturales  los eliminen antes, claro. ¿Os suena de algo? Por si hay alguien que aún no haya captado la idea, me gusta comparar al ser humano con un virus. Si lo pensáis no somos tan diferentes; colonizamos la tierra, aparecimos aquí en un mundo que no es nuestro y nos dedicamos a explotar sus recursos para poder seguir creciendo como si nos perteneciera, o como si estuviera a nuestro servicio. Agotamos sus recursos fósiles, contaminamos sus lagos, sus océanos, moldeamos sus montes, hicimos túneles para atravesarlos y por el camino nos fuimos adaptando. Aprendimos de las barreras que la madre tierra nos ponía; frío, tormentas, temporales, para acabar sorteándolas y arreglárnoslas para vivir y conquistar hasta los terrenos más recónditos del planeta. Cada cultura y civilización a su manera, como si de diferentes cepas de un mismo virus se tratara, se han dedicado a esparcirse a lo largo y ancho del planeta azul buscando su pervivencia con resultados más o menos drásticos para su entorno, como modulados por su grado de virulencia. Un ejemplo más de nuestra similitud es que hace años que el ser humano comenzó su carrera espacial y a estas alturas, con una tierra que parece marchitarse por momentos, seguimos obcecados en encontrar planetas análogos que pudieran ser  habitables por si el que habitamos se nos queda pequeño e incluso invertimos miles de millones en tecnologías que nos permitan vivir en planetas con condiciones claramente adversas. No vaya a ser que el día menos pensado nuestro querido orbe de tierra y agua diga: “hasta aquí hemos llegado”. Somos un virus con todas las letras.

Sin embargo hay una faceta de los virus que la gente tiende a omitir o que directamente ignora. En nuestro (mi) innegable afán por personificar cualquier cosa que nos rodea, los virus se nos presentan como el malvado archienemigo, un maquiavélico agente creado por la naturaleza para infectar y acabar con el organismo que los aloja, todo ello a través del mayor sufrimiento posible y con las más horribles consecuencias que se nos ocurran. Curiosamente esta idea preconcebida no podría estar más lejos de la realidad. Los virus buscan su supervivencia, por lo tanto necesitan de su huésped para  poder perpetuarse y coevolucionan con el portador natural y, por norma general, tratan de no generar daño o generar el menor daño posible en el organismo infectado. Los daños graves suelen venir asociados a infecciones de organismos no-naturales, es decir de organismos que “no les toca” infectar. Por ello, está comprobado que los daños suelen generarse durante la etapa de adaptación del virus a su huésped, una vez “acomodado” el virus pasa a tener un efecto nulo sobre  el organismo y podría convivir por los siglos de los siglos. Este hecho, lo demuestra la presencia de virus dondequiera que haya  un resto de presencia de un organismo vivo.

Por todo esto, siempre quiero pensar que no es tarde para nosotros. Quiero creer que la infinita estupidez del ser humano, que está acabando poco a poco con los recursos naturales del planeta y alterando todo el ecosistema, no es más que un proceso de adaptación a otra escala; que simplemente estamos aprendiendo a convivir con nuestro huésped y que este periodo terminará por llevarnos a un estado estacionario en el que sabremos cómo aprovechar los recursos de nuestro huésped sin agotarlo y que nuestra presencia respetuosa acabará por perpetuarse.

A no ser que no seamos suficientemente buenos adaptándonos  y las defensas naturales  nos eliminen antes, claro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario