Esta entrada está
relacionada con una anécdota que me sucedió cuando me mudé a mi anterior piso.
Estaba subiendo las escaleras con la compra, intentando mantener la postura que
marcan los cánones de la seguridad en la manipulación de pesos; si, esa postura que
hace que me replantee la teoría de Darwin, para estar prácticamente en la
certeza de que provenimos del pollo. La postura consiste en tener brazos
rectos, espalda erguida, rodillas flexionadas y culo casi en pompa. El caso es
que en esta coyuntura, dos de mis vecinas dominicanas se giraron a mi paso y
pude oír como una le decía a la otra: “¡Viste mami, ese blanco tiene culo de
negro!”.
La anécdota acaba
aquí. Siento haber creado falsas expectativas. Pero el otro día me planteaba el
por qué de mis respingonas posaderas y me di cuenta de que llevo toda la vida
viviendo en un 4º piso, luego en un 5º piso y ahora, en un 4º
nuevamente. Todos ellos sin ascensor. No sé si será casualidad o no, pero en base a
la opinión de los gurús de la gimnasia y el fitness, podría ser la causa de
tener el culo como un bloque de granito. Una cosa lleva a la otra y no puedo
evitar pensar en el predecesor de Darwin en el tema del evolucionismo: Lamarck. Para los que no conozcan su teoría les diré que deberían haberles suspendido
biología, básicamente, sostiene que el uso de un organo/rasgo, potencia su
desarrollo y acaba por transmitirse en generaciones. Años después, Darwin
refinaría esta teoría y explicaría el “vacío” teórico respecto a la
transmisión de rasgos entre generaciones a través de la supervivencia por medio de la adaptación, pero esa es otra historia distinta.
El caso es que me
gusta observar a la gente. Podría pasarme horas sentado viendo simplemente a la
gente pasar, relacionarse, hablar entre ellos, gesticular. Me divierto
imaginando quienes son en función de cómo se comportan y con el tiempo me he
vuelto bastante bueno en ello, hasta el punto de que los propios rasgos físicos ya me dan una idea de cómo será la persona. Se ha convertido casi en un sexto sentido que
para ciertos aspectos de mi vida, personal y profesional, me ha dado una gran
ventaja a la hora de saber a qué atenerme. Suelo acertar "leyendo" a la gente y puede que por el mismo motivo sea muy
explícito cuando quiero dejarme leer. Se me nota a la legua y desde el primer
momento cuándo siento afinidad por alguien y cuándo no.
Así las cosas, la conclusión a la que siempre llego es que somos expertos mentirosos. Hasta el más sincero; no es incompatible. Ponemos
máscaras sobre caretas hasta que queremos creer que los guiñoles que fabricamos son realidad, pero siempre hay algo que delata la goma que las sujeta. Sólo es
cuestión de fijarse, de saber observar la grieta que deja entrever la cara
limpia debajo del maquillaje. No hay nada malo en guardar secretos; en proyectarnos sobre la otra persona. Tu
intimidad es tuya, porque si lo compartes absolutamente todo, llegará el día en
que no puedas ofrecer nada. La clave está en que el maniquí que sustenta todo
no se pierda entre la retahíla interminable de disfraces acumulados a lo largo
de los años.
Volviendo a la
teoría de la evolución, que es en
lo que pretendía centrar este post, me doy cuenta de que Lamarck no estaba tan
equivocado, puede que solamente se equivocara en la unidad temporal. Midió por
generaciones un hecho que sólo se constata en una vida como unidad de tiempo. Nuestro
“yo de hoy” es el heredero natural de los rasgos generados por el
comportamiento de nuestro “yo de ayer”. Nuestros actos y costumbres nos
modifican físicamente, hasta el punto de ser un mapa que recorrer con la mirada, leyendo cada hecho que nos ha
convertido en lo que somos; que no es otra cosa que una maravilla arqueológica viva que
descubrir, un tronco sobre el que contar los años en forma de anillos si
tenemos la sierra adecuada. Darwin puede retorcerse en su tumba porque, en un
mundo en el que la selección natural ha desaparecido para los humanos, tan solo
el evolucionismo de Lamarck nos moldea en la única vida que tenemos.
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